«Tu fe te ha salvado»

(Mc 10,46-52): En aquel tiempo, cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!».

Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle». Llaman al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.



Comentario

El Papa Juan Pablo II nos lo decía con su vida: sus largas horas de meditación —tantas que su Secretario decía que oraba “demasiado”— nos dicen a las claras que «el que ora cambia la historia».



Comentario del Evangelio por
San Gregorio Magno (hacia 540-604), papa y doctor de la Iglesia

«Hijo de David, ten compasión de mí»

Con razón la Escritura nos presenta a este ciego al borde del camino y pidiendo limosna, porque el que es la misma Verdad ha dicho: «Yo soy el camino» (Jn 14,6). Así pues, cualquiera que desconoce la claridad de la luz eterna es un ciego.

Si ya cree en el Redentor, está sentado al borde del camino. Si ya cree pero descuida pedir que le sea dada la luz eterna y descuida orar, este ciego puede estar sentado al borde del camino, pero no pide limosna. Pero si cree, si conoce la ceguera de su corazón y ora pidiendo recibir la luz de la verdad, entonces se puede decir que él es ese ciego sentado al borde del camino y que pide limosna.

Aquel, pues, que reconoce las tinieblas de su ceguera y sufre por estar privado de la luz eterna, que clame desde el fondo de su corazón, que grite con toda su alma: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!»