(Lc 14,25-33): En aquel tiempo, mucha gente caminaba con Jesús, y volviéndose les dijo: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
»Porque ¿quién de vosotros, que quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo: ‘Este comenzó a edificar y no pudo terminar’. O ¿qué rey, que sale a enfrentarse contra otro rey, no se sienta antes y delibera si con diez mil puede salir al paso del que viene contra él con veinte mil? Y si no, cuando está todavía lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz.
»Pues, de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío».
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Comentario del Evangelio por
Juan Casiano (hacia 360-435), fundador de un monasterio en Marsella
Conferencias, I, 6-7
Ofrecer a Dios nuestro verdadero tesoro
La perfección se encuentra solamente en la pureza de corazón. Porque rechazar la envidia, el creerse más que los demás, la cólera y la frivolidad, no buscar el propio interés, no complacerse en la injusticia, no llevar cuenta del mal, y todo lo demás (1C 13,4-5): ¿acaso es otra cosa que ofrecer continuamente a Dios un corazón perfecto y puro y guardarlo indemne de cualquier movimiento de pasión? La única finalidad de nuestras acciones y deseos será, pues, la pureza de corazón.