(Jn 15,9-11): En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado».
San Francisco afirmaba: «Contra todas las maquinaciones y las astucias del enemigo, mi mejor defensa es el espíritu de alegría. Jamás el diablo está tan contento como cuando ha podido quitar del alma de un siervo de Dios, la alegría. Tiene siempre en reserva un polvo que sopla en la conciencia a través de un tragaluz, para hacer volver opaco lo que es puro; pero es en vano que intente introducir su veneno mortal en un corazón henchido de gozo. Nada pueden los demonios contra un servidor de Cristo a quien encuentran lleno de santa alegría; pero lo pueden en un alma apesadumbrada, morosa y deprimida que fácilmente se deja sumergir en la tristeza o acaparar por falsos placeres.»
Por eso el mismo santo se esforzaba siempre en mantener el corazón lleno de gozo, conservar este aceite de alegría cuya alma había recibido esta unción (Sl 44,8). Cuidaba mucho el evitar la tristeza, la peor de las enfermedades, y cuando se daba cuenta que ésa empezaba a infiltrarse en su alma, inmediatamente recurría a la oración. Decía: «En cuanto empieza a experimentar la primera turbación, el siervo de Dios debe levantarse, ponerse a orar y permanecer ante el Padre todo el tiempo necesario hasta que éste no le haya hecho recobrar el gozo del que está salvado» (Sl 50,14)…
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